domingo, 25 de agosto de 2013

Camino a Terevaka

Con palo en mano para ahuyentar a los posibles perros que me pudiera encontrar, salí de mi nueva vivienda de lona a primera hora de la mañana y tras los primeros pasos por la carretera un par de pescadores que conducían una destartalada furgoneta me invitaron a subir para acercarme a un punto más cercano a mi objetivo, Terevaka.

Tras una invitación a conocer el mundo de la pesca y una ayuda en la recogida de pequeñas piedras color granito para aposentar los anzuelos al fondo del mar, me dejaron allí en donde un bosque de altos árboles marcaba un abrupto sendero que ascendía a un donde mis ojos no alcanzaban ver.

Bosque de silencios y sonidos inventados iban corriendo por mis laterales al momento que me imaginaba la aparición de cualquier visión con la que mal soñar con los próximos días y apretar a correr sin mirada atrás, pero tan sólo mi imaginación se vio despertada por algunos jinetes que pasaban de largo como en busca de un algo perdido y que con un Ionarai se despedían de mi presencia.

Finalmente esos árboles desaparecieron, momento en que esos jinetes que habían pasado con ansias de encuentro reposaban en medio de esos pastos verdes en donde grupos de caballos molían sus dientes; una inmensidad se había abierto frente de mí y la misma sólo se veía interrumpida por esos mismos árboles de la vida, que ahora solitarios ofrecían un color tránsfugo por esos rayos de sol que empezaban a caer fuertemente y que me hacían detenerme a por unas recompensas de maní bañadas por agua embotellada del último grifo compartido.

Pero tras los últimos impulsos apareció frente de mí un vello cerro que parecía albergar algo en su interior, así que empecé a clavar con más fuerza que nunca ese palo pastor, entre barros movedizos, hasta llegar allí arriba. De nuevo estaba sólo en esa inmensidad, un volcán rasurado de virginidad se presentaba frente de mí y por encima del mismo podía divisar cada una de aquellas partes de la isla que había recorrido durante esos días.

Podía ver el azul de la hierba el verde del mar y la inmensidad de lo que parece pequeño en ojos necios. Allí plante mi estadía por unas horas; soñé despierto y me dormí conscientemente hasta que una voz con acento argentino me despertó de mi letargo…


Allí empezó mi bajada por el paso de esos siete moais mirando  poniente, esas cavernas y un camino de costa que culminar con ese Tahai, que de nuevo me esperaba para darme las buenas noches. Una nueva palmadita en la espalda se despedía de mí para abrirme la noche y cerrar unos ojos que parecían voltear incluso cerrados.


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