Alrededores de Cusco, Valle
Sagrado y algo más
Por el camino a Machu Picchu me
despertaron la curiosidad cada una de aquellas pequeñas poblaciones que me iba
encontrando, así que a mi llegada a Cusco deje en custodia parte de mi equipaje
a aquellas nuevas amistades con las que había compartido algo más que ese
encanto de chocolate llamado “Sublime” y me instalé en Pisac.
Desde Pisac me acercaría a Calca,
en donde emprendería caminatas hasta los baños de Machacancha y Lares, los
cuales se verían suavizadas por el rascar de mis uñas en aquellos choclos
acompañados de bocanadas de queso fresco.
Me quedaría encantado con ese
florido cementerio de Urubamba, que amarrado entre esos bellos Apus de color
verde representaban la antítesis del ya lejano árido cementerio de Nueva
Esperanza de Lima.
Entre pequeñas callas adoquinadas,
llegaría allí en donde se cruzaban el Inca Rail y el Camino Inca, era la
llamada Ollantaytambo, en donde recordaría haber tomado un buen expreso a
espaldas de esos restos arqueológicos, en donde el verde se veía oscurecido
tras una ligera cortina de niebla.
Pero cada tarde antes de
anochecer, era inevitable cruzar aquel pequeño puente de madera que separaba
Pisac de la lúcida Taray. Allí tras el paso de la pequeña Plaza de Armas me
acercaba a la tienda de abarrotes en donde una pequeña madalena con hilo de
chocolate era tomada a forma de recompensa diaria.
Taray sintetizaba cada una de
aquellas poblaciones que había visitado durante esos días. Era uno de esos
sitios en donde se mezclaban; calles arenosas junto al tapiado asfalto,
vestigios tradicionales junto a trajes uniformados del último anuncio de moda,
la fuerza humana junto a artefactos motorizados de carga…pero a todos ellos les
unía una misma cosa; una sonrisa como expresión natural y unos buenos días a
ofrecer.
Pero lo que realmente recordaría
de esos días, sería aquella fría madrugada en Pisac, cuando salí en búsqueda de
ese especial amanecer allí en donde las montañas escondían un nuevo tesoro
inca. De nuevo el fuerte sonido del rio, los pájaros y la niebla me acompañaban
como si de un deja vu de los días anteriores se tratara, pero esta vez las
linternas parecían estar lejos de querer partir.
Una vez llegué allí arriba, pase
horas y horas frente a esa belleza; mientras iba viendo como la abrumadora
niebla iba bailando al son de esas montañas, al momento que iba enseñando y
escondiendo a su antojo lo que la naturaleza nos ofrecía.
Ahora recordaba que ya hacía
cuatro meses que había abandonado mi tierra, mi gente,…había partido un otoño y
de nuevo me encontraba en otoño; ese momento en que las hojas se vuelven
amarillas y acaban echando por la borda su existencia. Pero hay que pensar que siempre
queda aquella amarilla flor que nos marca la esperanza, pues todo puede ser
horrible o terriblemente bello, siempre depende del cristal con que se mire.
Porque siempre quedaran gestos
amables, porque siempre hay algo de qué hablar, porque siempre quedará más que
ternura, porque nunca hay besos a la fuerza, porque frente a frente nunca
bajaremos la mirada, porque tal vez regresaré en Otoño y espero seguir viendo
flores amarillas frente de mi…porque de nuevo me siento más fuerte que nunca
aquí arriba…porque no es necesario preguntarse un porque para todo…