Potosí, ese estruendo…
Llegue allí en donde años atrás
las damas brillaban de pedrería, diamantes, rubíes y perlas, y los caballeros
ostentaban finísimos paños bordados de Holanda. Ahora según palabras ajenas,
aquella sociedad potosina de ostentación y despilfarro, sólo había dejado a
Bolivia las ruinas de sus iglesias y palacios, y ocho millones de cadáveres de
indios.
Así que con cierta vergüenza
ajena producto de la nacionalidad que marcaba mi pasaporte, me adentre a esa
ciudad con la cabeza baja.
Estaba posiblemente en la ciudad
que había dado más al mundo y que menos tenía. Estaba en la ciudad en donde los
pintores indígenas de la época no podían firmar sus cuadros por no ser
cristianos. Estaba en la las ciudad en donde se había encuñado más monedas de plata
con el sudor y la sangre de los indígenas; sí, gracias a esa huaca sagrada que
los indígenas conocían desde muy antiguo y que no se podía tocar, pero que tras
el soplo de Diego Huallpa los españoles se encargaron de dejarlo como un queso
de gruyere.
Pero la gente de aquellas frías
tierras seguía para adelante y sin recelo alguno seguía luchando para restaurar
esas más de treinta iglesias y casonas coloniales que se encontraban repartidas
por esas calles de piedras. Incluso me daban la oportunidad de entrar en la
casa de la moneda, en donde aún olía al látigo de cuero que el español
emprendía con la misma fuerza tanto a las mulas como a indígenas; la cuestión
era dejar constancia de esas dos columnas de Hércules con su “Plus Ultra” por
excelencia en cualquier trozo de metal. Sí, esas columnas de Hércules que tras
el ondeo de esos lazos se convirtieron en el símbolo del Dólar.
Finalmente tras dejar atrás la
imagen de ese Mascarón que coronaba la entrada de la casa y que posiblemente
simulaba una burla a la codicia española, me adentre entre aquellas calles de
Quijarro y Sucre, cada una de las cuales me llevaba a bellas iglesias cargadas de
un barroquismo arduo, pero en el fondo, en el alto de las mismas, unas tristes
luces iluminaban algo cargado de singularidad, era el llamado Sumaj Orcko o
Cerro Rico.
Pues tal vez tenía que subir
hasta allí arriba para conocer la otra realidad de Potosí y con ello confirmar
o no aquellas palabras que dicen que las regiones hoy día más signadas por el
desarrollo y la pobreza son aquellas que en pasado tuvieron unos lazos más estrechos con la metrópoli.
Quería ponerme un casco y con luz
de frente adentrarme a ese nuevo mundo subterráneo…