Ese paño de la Isla
del Sol
Y a veces sucede
que la primavera aparece frente de la puerta, vestida de ropa ancha y cargada
de sonrisas que se esconden tras rostros de ébano que se extienden hasta allí en
donde aquella tierra muestra cada uno de aquellos sueños hechos realidad y que
ahora fijan un precio al nuevo destino; es ese paño que desaparece al son del
último barco que abandona la isla, momento en que ese sol nos olvida entre
cerros sagrados para dar luz a una luna llena de un día especial.
Una luna que se
encarga de iluminar ese bidón metálico que se convierte en mesa para cinco,
donde cucharas ansiosas de alimento se lanzan a esa olla comunitaria en donde
pequeños grumos se burlan de esos leves suplidos que aparecen entre pulmones
faltos de oxigeno que intentan avivar esas llamas que iluminan nuestros rostros
quemados.
Finalmente ese
tronco nos deja de iluminar y se despedaza en pequeños trozos incandescentes
que ablandan dulces papas y ocas bañadas por aquel vino de Tarija; que como
premio al esfuerzo diario nos transporta a cada uno de nosotros a nuevos
conocimientos y viejos recuerdos de canciones pasadas que mi cuerpo vio
trasnochar tras la sombra de un Tierra Titanic o un Pure.
Pero las noches son
cortas en esas tierras de energías especiales y de nuevo esas cremalleras se
abren de buena mañana para ver pasar pequeños chanchos que urjan entre restos
de comida que se esconden entre fuego muerto, mientras que grandes y pequeños
trepan por esos cerros cargados junto a burros que andan torpemente bajo
resbaladiza piedra.
Nosotros
aprovechamos para darnos ese baño diario entre las aguas del Titicaca, momento en
que nuestras pieles se resquebrajan entre escalofriantes aullidos que intentan
superar esas transparencias heladas.
Al otro lado de la
playa ese circo abierto al mundo busca encontrar esos genuinos pesos bolivianos
de mañana entre malabares, guitarras,
charangos y nuevos paños que se preparan para extender amuletos que ayuden a
superar los pequeños tormentos de la vida.
Uno de ellos se
encontrara huérfano de once verdes esmeraldas que me ayudaran a recordar buenas
personas y buenos momentos nuevamente compartidos bajo la sencillez de aquel
que vive por insignia.
Y a veces sucede que
la primavera dura poco más de un segundo, así que pensando en cuando rescataría
este recuerdo y sin saber si podría unir mundos, me proponía a escribir el
libro más bonito del mundo…