domingo, 7 de septiembre de 2014

De vuelta al mar

Podría hablar del viaje en esa furgoneta compartida hacia la costa canadiense, de ese sótano de invitados allí en una calle de Vancouver en donde por fin pude dejar las telas azules como método de intimidad o como no de esa preciada cama en esa yurta mongola de Salt Spring que me esperaba después de más de dos meses para recordarme que dormir más que un derecho se podía convertir en un placer.

Pero creo que todas mis palabras, incluso aquellas que tal vez por suerte no se acordaron de ponerles nombre, serían para aquel que seguía erosionando nuestros estereotipados pensamientos, para convertirlos ahora en suavizados murmureos sin derecho a ser juzgados.

Sí, allí me podría mantener en silencio sin tener que dar explicaciones a nadie, sin tener que colgarme ningún cartel anunciando mi estado de ánimo. Era consciente que me acabaría acariciando a mí mismo repetidamente en cada uno de aquellos intentados abrazos para sentirme que tenía a ese viejo amigo a mi lado; pero sólo el fracaso sería no intentarlo una y otra vez.

Yo le contaría lo que había hecho en estos últimos meses de ausencia y le explicaría sobre sus vecinos que había conocido en esa isla. Algunos de ellos se encontrarían allí mismo; pero ahora no me preguntaría, ni me importaría a mí mismo si pudieran estar pensando lo que pasaba por mi cabeza; pues tal vez ellos hacían el mismo ejercicio al momento que disimulaban mirando cualquier horizonte imaginado o no tras cualquier cuartilla infantil que un día se imaginaron haber dibujado.

Seguro que me reencontraría al cabo de pocas horas con cada uno de ellos ya convertidos en humanos y compartiría ruedas inacabables de música con las que yo pasaría con pies de duende sin hacer demasiado ruido; tal vez por miedo a que me vieran demasiado desnudo, tal vez porque no siempre tendría el mar de frente para alejarme cuando quisiera. Tal vez porque todos necesitamos un poco de mar al día para recordar por unos minutos quien somos.

Ahora escribo esto en medio de altos árboles, pero al menos sé que si acerco la oreja un poco más allá, me encontraré a quien siempre tendrá la última palabra gracias a su constante murmureo.


Sino siempre me quedara la opción de pensar que el humano es naturaleza, tal vez también dibujada en cualquier cuartilla infantil olvidada y así me relajaré y decidiré cuando hablo o no; al igual que con aquel que me deja acariciarme mientras lo abrazo.



No hay comentarios:

Publicar un comentario