De vuelta
al mar
Podría
hablar del viaje en esa furgoneta compartida hacia la costa canadiense, de ese
sótano de invitados allí en una calle de Vancouver en donde por fin pude dejar
las telas azules como método de intimidad o como no de esa preciada cama en esa
yurta mongola de Salt Spring que me esperaba después de más de dos meses para
recordarme que dormir más que un derecho se podía convertir en un placer.
Pero creo
que todas mis palabras, incluso aquellas que tal vez por suerte no se acordaron
de ponerles nombre, serían para aquel que seguía erosionando nuestros
estereotipados pensamientos, para convertirlos ahora en suavizados murmureos
sin derecho a ser juzgados.
Sí, allí
me podría mantener en silencio sin tener que dar explicaciones a nadie, sin
tener que colgarme ningún cartel anunciando mi estado de ánimo. Era consciente
que me acabaría acariciando a mí mismo repetidamente en cada uno de aquellos intentados
abrazos para sentirme que tenía a ese viejo amigo a mi lado; pero sólo el
fracaso sería no intentarlo una y otra vez.
Yo le
contaría lo que había hecho en estos últimos meses de ausencia y le explicaría
sobre sus vecinos que había conocido en esa isla. Algunos de ellos se
encontrarían allí mismo; pero ahora no me preguntaría, ni me importaría a mí
mismo si pudieran estar pensando lo que pasaba por mi cabeza; pues tal vez
ellos hacían el mismo ejercicio al momento que disimulaban mirando cualquier
horizonte imaginado o no tras cualquier cuartilla infantil que un día se
imaginaron haber dibujado.
Seguro que
me reencontraría al cabo de pocas horas con cada uno de ellos ya convertidos en
humanos y compartiría ruedas inacabables de música con las que yo pasaría con
pies de duende sin hacer demasiado ruido; tal vez por miedo a que me vieran
demasiado desnudo, tal vez porque no siempre tendría el mar de frente para
alejarme cuando quisiera. Tal vez porque todos necesitamos un poco de mar al
día para recordar por unos minutos quien somos.
Ahora
escribo esto en medio de altos árboles, pero al menos sé que si acerco la oreja
un poco más allá, me encontraré a quien siempre tendrá la última palabra gracias
a su constante murmureo.
Sino
siempre me quedara la opción de pensar que el humano es naturaleza, tal vez
también dibujada en cualquier cuartilla infantil olvidada y así me relajaré y
decidiré cuando hablo o no; al igual que con aquel que me deja acariciarme mientras
lo abrazo.
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