lunes, 1 de abril de 2013


De Olllantaytambo a Moray, aprendiendo de todo el mundo

Pues la historia se repetía..no sé si fueron los aromas de ese café en Ollantaytambo o tal vez el hecho de no querer abandonar tierras peruanas; pues de nuevo cargue mi mochila y me dirigí a Ollantaytambo para así poder descubrir más de cerca aquel pequeño pueblo que escondía algo de especial.

Allí conocí a la pequeña Julieta, una niña de poco más de cinco años, que sin madre alguna vivía en un pequeño pueblo agregado a Ollanta, que se llamaba Bandolista. Con su evidente curiosidad me preguntó que hacía por aquellas tierras y yo le contesté que debido a como estaba la situación en mi país y teniendo en cuenta que tenía ganas de conocer mundo, había emprendido una aventura que consistía en viajar y trabajar hasta que algo me dijera que tenía que volver a mi tierra. A ello su respuesta fue; a muy bien usted es como el día y la noche…yo creo que debe ser bonito viajar, pero tengo que quedarme aquí cuidando mis animales, pues son los que me dan de comer y encima el otro día se me murieron seis gallinas…

A tal respuesta me quede boca abierto, es uno de esos momentos en que te das cuenta de que el crecimiento personal depende de lo que la propia vida te depara y aquella linda niña era consciente de muchas más cosas que yo mismo a veces ni le doy importancia, incluso el paralelismo con el día y la noche lo encontré realmente increíble; sinceramente sólo por esa conversación el día se había convertido en algo especial.

Después de cenar me dirigí a un bar local y acabé tomando tragos con dos mujeres de unos 60 años que trabajaban en el mercado de Ollanta, las mismas al ver un gringo en su bar, entre español y quechua me estuvieron explicando sus vidas; las cuales se mezclaban entre fuertes tragos y lágrimas de desesperación entorno a la situación en la que vivían. Según parece el alcohol les servía como bálsamo para liberar todo aquello que llevaban dentro; curiosamente al día siguiente me fui al mercado a su reencuentro y las mismas con cierta vergüenza parecían no querer mostrar mucho más que una sonrisa escondida frente a su realidad.

Me daba cuenta que en pocas horas había conocido dos generaciones de mujeres que aparte de la edad no les separaba muchas cosas más, pues afines a sus tradiciones y a pesar de la dureza de la situación eran fieles a todo aquello que la Pachamana les ofrecía.

Abandoné ese lugar cuestionándome muchas cosas y me dirigí a Maras para visitar Moray, un laboratorio de climatización creado por los incas, allí en donde las viejas colcas eran ocupadas por alimentos que se conservaban en ese micro clima creado a forma de anfiteatro. Un anfiteatro que tomaba la forma de la montaña en la cual había estado construido; el respeto de la Pachamama de nuevo venía dándose de generación en generación.

Así pues el circulo se cerraba en cuento  mis cuestionamientos; el amor, el dolor, el sentir, el todo de cada una de aquellas mujeres giraba en torno a lo que la tierra les ofrecía…Julieta había perdido su madre en la tierra, la misma tierra que le daba de comer a sus animales, la misma tierra que se cultivaba para que aquellos viejas mujeres con lágrimas en los ojos pudieran acudir cada día a las cinco de la mañana a mercado, aquella misma tierra que veía pasar el día y la noche, aquella misma tierra que era ofrecida al viajante para andar o trabajar.


Una tierra que te lo ofrecía todo, pero que también te lo quitaba a su antojo.

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