miércoles, 22 de febrero de 2017


El Buda sonriente se cruzó allí en Kek Lok Si

Finalmente, la llegada a una Isla fue un hecho y de nuevo el mar cerca, algo más que evidente. Le llamaban Penang y la ciudad de llegada era Georgetown. Calles repletas de mochileros que viven años de fantasía tras encontrar el pack de cervezas más económico junto a nuevas caras que desean conocer. Arte urbano, mezcla de religiones, casas coloniales y un clima pegadizo por sudoración que no consigue desprenderse de nuestros cuerpos.

Tras pasar el día entre zumos naturales y platos típicos cuyo nombre no consigo retener, llega el momento de coger un bus y visitar el que dicen que es el templo budista más grande del Sud Este asiático; por torpeza singular ya no sé si cojo el 201, el 202 o que pasa, pero finalmente el último conductor que visito me deja en un cruce de calles, donde parece ser punto de partida de ese templo de Luces o más conocido como Kek Lok Si.

Calles desalineadas son coronadas por farolillos rojos, los cuales nos marcan el camino hacia lo alto de Air Itam. Por suerte allí arriba las luces ya no son predicado del consumismo, sino que las mismas adoran al Buda; con lo cual aun siendo seguidor de mí mismo, me parece más que interesante.

En el propio templo, un sinfín de farolillos siguen colgando con unas etiquetas en su parte inferior; según parece aquellos que dan donaciones escriben el nombre de su familia en ellas, esperando recibir lo que esperan.

Como cualquiera que habla de sus viajes, ahora tendría que seguir hablando del conjunto de estatuas, flores, estanques y demás que uno encuentra allí presentes y que no dejan de sorprenderle. O incluso de la gigante estatua de bronce de Kuan Yin, la diosa de la clemencia, que nunca llego a ver, nuevamente gracias a mi torpeza; a pesar de que la misma mide más de treinta metros.

Pero la verdad es que en el único sitio en donde me planto, es frente a ese buda sonriente que se impone en una de esas salas. Ese monje vagabundo que no estaba interesado en reunir discípulos a su alrededor o ser reconocido como un gran maestro. Ese monje que en lugar de predicar en el templo como era lo habitual, recorría las calles con un gran saco a sus espaldas.

Sí, era aquel que cuando le preguntaban por el contenido de su saco, él contestaba: El mundo entero. Utópico o no, su mensaje era amor, risa y felicidad y como hoy me apetece, me lo creo y me rio con ello.

Cada día veo más claro que los destinos no se convierten en simples lugares, sino que nos enseñan una nueva manera de ver la vida. Tal vez voy a olvidar donde estoy hoy, pero me rio; pues no siempre se olvida aquello que uno quiere recordar y se recuerda aquello que se quiere olvidar.

Hoy me levanto y me rapo la cabeza, no soy maestro, no tengo panza, pero me sigo riendo mientras pienso llevarme el mundo entero.

Sé que tal vez sólo soy un soñador, pero me sigo aferrando a ello, aunque sepa que no tengo mucho más que ofrecer…


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