El Buda sonriente se cruzó allí en Kek Lok Si
Finalmente, la llegada a una Isla
fue un hecho y de nuevo el mar cerca, algo más que evidente. Le llamaban Penang
y la ciudad de llegada era Georgetown. Calles repletas de mochileros que viven
años de fantasía tras encontrar el pack de cervezas más económico junto a
nuevas caras que desean conocer. Arte urbano, mezcla de religiones, casas
coloniales y un clima pegadizo por sudoración que no consigue desprenderse de
nuestros cuerpos.
Tras pasar el día entre zumos
naturales y platos típicos cuyo nombre no consigo retener, llega el momento de
coger un bus y visitar el que dicen que es el templo budista más grande del Sud
Este asiático; por torpeza singular ya no sé si cojo el 201, el 202 o que pasa,
pero finalmente el último conductor que visito me deja en un cruce de calles,
donde parece ser punto de partida de ese templo de Luces o más conocido como
Kek Lok Si.
Calles desalineadas son coronadas
por farolillos rojos, los cuales nos marcan el camino hacia lo alto de Air Itam.
Por suerte allí arriba las luces ya no son predicado del consumismo, sino que
las mismas adoran al Buda; con lo cual aun siendo seguidor de mí mismo, me
parece más que interesante.
En el propio templo, un sinfín de
farolillos siguen colgando con unas etiquetas en su parte inferior; según
parece aquellos que dan donaciones escriben el nombre de su familia en ellas,
esperando recibir lo que esperan.
Como cualquiera que habla de sus
viajes, ahora tendría que seguir hablando del conjunto de estatuas, flores,
estanques y demás que uno encuentra allí presentes y que no dejan de
sorprenderle. O incluso de la gigante estatua de bronce de Kuan Yin, la diosa
de la clemencia, que nunca llego a ver, nuevamente gracias a mi torpeza; a
pesar de que la misma mide más de treinta metros.
Pero la verdad es que en el único
sitio en donde me planto, es frente a ese buda sonriente que se impone en una
de esas salas. Ese monje vagabundo que no estaba interesado en reunir
discípulos a su alrededor o ser reconocido como un gran maestro. Ese monje que
en lugar de predicar en el templo como era lo habitual, recorría las calles con
un gran saco a sus espaldas.
Sí, era aquel que cuando le
preguntaban por el contenido de su saco, él contestaba: El mundo entero. Utópico o no, su mensaje era amor, risa y
felicidad y como hoy me apetece, me lo creo y me rio con ello.
Cada día veo más claro que los
destinos no se convierten en simples lugares, sino que nos enseñan una nueva
manera de ver la vida. Tal vez voy a olvidar donde estoy hoy, pero me rio; pues
no siempre se olvida aquello que uno quiere recordar y se recuerda aquello que se
quiere olvidar.
Hoy me levanto y me rapo la
cabeza, no soy maestro, no tengo panza, pero me sigo riendo mientras pienso
llevarme el mundo entero.
Sé que tal vez sólo soy un
soñador, pero me sigo aferrando a ello, aunque sepa que no tengo mucho más que
ofrecer…
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