viernes, 29 de marzo de 2013


Alrededores de Cusco, Valle Sagrado y algo más

Por el camino a Machu Picchu me despertaron la curiosidad cada una de aquellas pequeñas poblaciones que me iba encontrando, así que a mi llegada a Cusco deje en custodia parte de mi equipaje a aquellas nuevas amistades con las que había compartido algo más que ese encanto de chocolate llamado “Sublime” y me instalé en Pisac.

Desde Pisac me acercaría a Calca, en donde emprendería caminatas hasta los baños de Machacancha y Lares, los cuales se verían suavizadas por el rascar de mis uñas en aquellos choclos acompañados de bocanadas de queso fresco.

Me quedaría encantado con ese florido cementerio de Urubamba, que amarrado entre esos bellos Apus de color verde representaban la antítesis del ya lejano árido cementerio de Nueva Esperanza de Lima.

Entre pequeñas callas adoquinadas, llegaría allí en donde se cruzaban el Inca Rail y el Camino Inca, era la llamada Ollantaytambo, en donde recordaría haber tomado un buen expreso a espaldas de esos restos arqueológicos, en donde el verde se veía oscurecido tras una ligera cortina de niebla.

Pero cada tarde antes de anochecer, era inevitable cruzar aquel pequeño puente de madera que separaba Pisac de la lúcida Taray. Allí tras el paso de la pequeña Plaza de Armas me acercaba a la tienda de abarrotes en donde una pequeña madalena con hilo de chocolate era tomada a forma de recompensa diaria.

Taray sintetizaba cada una de aquellas poblaciones que había visitado durante esos días. Era uno de esos sitios en donde se mezclaban; calles arenosas junto al tapiado asfalto, vestigios tradicionales junto a trajes uniformados del último anuncio de moda, la fuerza humana junto a artefactos motorizados de carga…pero a todos ellos les unía una misma cosa; una sonrisa como expresión natural y unos buenos días a ofrecer.

Pero lo que realmente recordaría de esos días, sería aquella fría madrugada en Pisac, cuando salí en búsqueda de ese especial amanecer allí en donde las montañas escondían un nuevo tesoro inca. De nuevo el fuerte sonido del rio, los pájaros y la niebla me acompañaban como si de un deja vu de los días anteriores se tratara, pero esta vez las linternas parecían estar lejos de querer partir.

Una vez llegué allí arriba, pase horas y horas frente a esa belleza; mientras iba viendo como la abrumadora niebla iba bailando al son de esas montañas, al momento que iba enseñando y escondiendo a su antojo lo que la naturaleza nos ofrecía.

Ahora recordaba que ya hacía cuatro meses que había abandonado mi tierra, mi gente,…había partido un otoño y de nuevo me encontraba en otoño; ese momento en que las hojas se vuelven amarillas y acaban echando por la borda su existencia. Pero hay que pensar que siempre queda aquella amarilla flor que nos marca la esperanza, pues todo puede ser horrible o terriblemente bello, siempre depende del cristal con que se mire.

Porque siempre quedaran gestos amables, porque siempre hay algo de qué hablar, porque siempre quedará más que ternura, porque nunca hay besos a la fuerza, porque frente a frente nunca bajaremos la mirada, porque tal vez regresaré en Otoño y espero seguir viendo flores amarillas frente de mi…porque de nuevo me siento más fuerte que nunca aquí arriba…porque no es necesario preguntarse un porque para todo…

 

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