Samaipata, más que
compartir
Tras dejar la Isla
del Sol y Copacabana me fui acercando de nuevo a La Paz, mientras dejaba a mi
izquierda ese lago Titicaca que restaba allí inmóvil tras el abordaje
fotográfico de todos aquellos que no separaban los ojos de las ventanas de
aquella movilidad.
Allí en la Paz me
subí de inmediato dirección a Sta. Cruz, el próximo destino tomaba el nombre de
Samaipata. Un trayecto de más de 16 horas en donde dormí al son de aquella
cholita que parecía recitar todo el evangelio con el fin de buscar un fin de
viaje que contar; al momento que me presentaba en forma de relato toda su vida.
Sí, ese relato que llego a su fin en el momento en que esos fardos llenos de
ropa se depositaron allí en donde una calle tomaba forma de mercado ambulante.
Ya me encontraba en
Sta. Cruz y la vorágine de gente, edificios y muchos más me ahuyentaron a no
perder más tiempo y cargar la mochila a ese paisaje que se abría allí en esas
afueras, en donde el rojo de aquellos cerros y la verde vegetación me presentaban
de nuevo a aquella Bolivia que no me dejaba de sorprender.
Podrían haber sido
en Samaipata unos días de recuerdos históricos por allí en la Higuera en donde
el Che dejo de estar de pie o bien me podría haber sacado unas bucólicas fotos
allí en esa lavandería de Vallegrande que dio la vuelta al mundo. Tal vez
también podría visitado aquel fuerte de las afueras de Samaipata mientras
secaba mi cuerpo tras baños entre cascadas y grutas…pero la verdad es que
fueron días de contacto humano con cada uno de aquellos que me acompañaban en
aquella pequeña familia que se formó en aquel hostal que tomó el nombre de cada
uno de nosotros.
Eran mañanas que se
alargaban hasta el mediodía entre tazas de té y café, que se diluían con
conversaciones con cada uno de aquellos paisanos que nos visitaban con ganas de
compartir sus vidas pasadas en tierras latinoamericanas, junto con aquellos
nuevos mochileros que según parece éramos nosotros y que también intentábamos
aportar un retrato menos subjetivo de la tierra que nos vio nacer.
Tras la llegada del
mediodía, parecía obligada una visita al mercado central en donde una sopa de
albóndigas, un revuelto de hígado, un pollo con patatas,…no ayudarían a hacer
base para aquella Paceña fría que tomábamos allí bajo la sombra de aquellas
palmeras de la plaza del pueblo.
El anochecer se
volvía musical; charangos, guitarras, melódicas y ukeleles seguían el ritmo de
aquellos djembes, vasos, mesas y varios utensilios de cocina que tomaban una
nueva forma de ver la vida tras el ritmo de cada uno de aquellos corazones que
veían una nueva noche despertar.
Al final cada uno
de aquellos velatorios perdía el aceite que le daba vida y el resumen del día
se limitaba al olvido de las cosas materiales, al momento que me ayudaba a
comprender el significado del nombre de Samaipata….un lugar de encuentro…
Y con todo ello, recordaba
unas palabras de Kerouac…
Haremos
de mundo nuestro hogar
De los
desconocidos nuestros hermanos
Bailaremos,
actuaremos, jugaremos
Y
abrazaremos, todo por una sonrisa
Que no
apaguen tus sueños
Se
viene el cambio
Los que
están suficientemente locos como para pensar que pueden cambiar el mundo, son
los que lo hacen
Ahora yo también estaba en el camino...
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