Acampados a orillas del Pacífico
– Chiloé
De buena mañana nos dirigimos a
Cucao, a la búsqueda de aquellas leyendas que la noche anterior habían estado
fabuladas por cada uno de los singulares personajes que nos habíamos ido
encontrando por Castro. Según parece, allí a orillas del Pacífico, existían regiones
en donde residían indígenas, los llamados Huilliches, los cuales se resignaban
a seguir siendo conquistados por aquella gente que parecía no conocer más allá
que el significado de aquello que estaba escrito.
Tras pisar esa virgen zona,
estacamos nuestras carpas usurpadoras entre dunas y nalcas que con sus hojas de
papel de estraza nos ayudarían a cubrir del viento y del más que inevitable
frio que nos acecharía por la noche.
Una vez acampados, andamos y andamos
a través de un bosque selvático en donde los rayos de sol sólo aparecerían de
forma tímida por miedo a romper con aquella naturaleza que había forjado su
presente sin entender de pasados y futuros.
Fue tras ese largo paseo, cuando el
tiempo acabo perdiendo su sentido y cada uno de nosotros corrió a la búsqueda
de aquello que uno no sabe ni si existe; el atardecer parecía anunciar la
soledad necesaria que cada uno de nosotros necesitamos. Un yo alejado, ahora sólo
podía escuchar los gritos de unos solitarios que no esperaban respuestas, eran
los gritos de aquellos solitarios que momentos atrás habíamos compartido ese
paso selvático; ahora ellos al igual que yo nos encontrábamos en la búsqueda de
esa ausencia necesaria para sentir que teníamos sentido por si mismos.
Al cabo de un rato, sin medir ese
espacio ritualizado y sin previo aviso, volvimos andando cada uno de sus
espacios glorificados para reencontrarnos exactamente allí en donde la
naturaleza muerta nos daba una nueva lección de solidaridad. La naturaleza
muerta revivía con dolor su existencia para podernos dar calor a nuestras vidas
sin importarle el sufrimiento. Esos trozos de leña nos daban calor sin nada a
cambio y con ellos cocinamos una Polenta que mientras compartimos sólo dio
audición a unas carpas serpenteadas por el viento, unos pájaros que no dejaban espacio
al sueño y un océano que seguía rugiendo.
En ese momento aparecía de nuevo
en mi mente Bob Dylan, ahora con su “The man in me” y me iba repitiendo a mi
mismo él -“la la la lala….”-. Mientras pensaba en lo que había pasado ese día;
ese día ese mar había unido cuatro solitarios, ese fuego había transformado
cuatro solitarios y esos cuatro solitarios seguirían con la búsqueda de ese
aire que siempre se escapaba para acabar desapareciendo frente suyo.
Yo ahora me retiraría para poder
seguir soñando en poder alcanzarlo, aunque sabía que el despertar de la
realidad nunca sería un fracaso, ya que el Pacífico nos esperaría al día
siguiente para unirnos de nuevo, mientras correteáramos entre unos solitarias olas
que en algún momento darían paso a un nuevo “atardecer”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario