miércoles, 20 de marzo de 2013


Lima, pensando en la vejez

De nuevo una visita a Lima me hacía pensar en una de aquellas cosas que a veces necesitamos de un impulso para ser recordadas; en este caso fue una exposición de elogio a la vejez que se hacía en un Centro Cultural del aposentado barrio de San Isidro.

La misma hablaba sobre el hecho de que la sociedad actual parecía estar inmersa en una posición Aristotélica entorno a la vejez, como si esta se tratara de un estado de decadencia y en absoluto de garantía de sabiduría; así pues la sociedad actual omitía la vejez relegándola a toda suerte de residencias. El geriátrico parecía convertirse en el último hogar de una persona, su último refugio, de allí de confundir estos centros en salas de espera, en cuevas de pena, en recintos de tristeza…

Así que la idea era romper con todo esto, pues cada uno de aquellos ancianos que ponían nombre a cada uno de sus vidas, realzaban más que nadie el hecho de dar valor a cada una de aquellas cosas que les rodeaban; ahora valoraban más que nunca cada nube que veían tras aquella ventana, cada flor que emergía de aquella mesita de espera. Ahora en su vejez apreciaban más que nunca la vida, al mismo momento que se lamentaban del porque haber tardado tanto tiempo a aprender a perdonar o a olvidar, aspectos que tiempos atrás tal vez les habían separado de seres queridos; eran tantas cosas que aprendían a día de hoy, son tantas cosas las que no sabemos y que podríamos aprender de ellos.

Ahora más que nunca, cada uno de aquellos ancianos estaban allí para darnos una nueva lección, pero nosotros tras ese bloque de cristal seguíamos ignorándolos muchas veces; desgraciadamente parecía que teníamos que llegar a la vejez para entenderlos…

Todo aquello me despertaba la necesidad de recuperar viejas palabras que había escrito, cuando andando por Barcelona miraba con impotencia aquellas caras “tristes” que yacían tras ese geriátrico.


Un buen día se levantó encerrada tras un bloque de cristal;
sus palabras se habían convertido en ecos del pasado.

 
Ella se revelaba consigo misma y recordaba esos días en que su razón de ser,
la habían convertido en profeta de los que ahora la miraban sin vida.

 
Malditos ojos los de aquellos que ahora bajaban la cabeza
por miedo a ver la realidad inminente de su futuro.

 
Malditos ojos los de aquellos que con una sonrisa de compasión
intentaban dar un respiro a su bondad.
 

Dios! chillaba ella con fuerza; al mismo momento que aquellas batas blancas,
se volvían en su contra buscando una locura con la que poder encerrarla.

 
Dios! chillaba ella con fuerza; al mismo momento que aquellos trajes de naftalina,
desviaban su mirada por miedo a no tener razón.

 
Pero Dios seguía inmóvil, allí donde no existiera,
preocupándose de poner su nombre en boca de todos día tras día.


Pero Dios seguía allí inmóvil, como si ella formase parte de otro mundo,
como si ella sólo tuviera razón de ser el día de su muerte.


Sí, el día de su muerte todo el mundo miraría sin miedo sus ojos cerrados.
Sí, el día de su muerte todo el mundo recordaría lo que les había dejado contar.
Sí, el día de su muerte todo el mundo cantaría a Dios,
pero esta vez tras sábanas blancas y trajes sin sentido.
 
 

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