Pacaya, en la selva
Llegamos a ella esquivando
aquellas ramas que danzaban al son de su propia muerte, relegándose así al paso
de un agua que nutria de vida cada una de aquellas comunidades indígenas.
Ahora mientras el oso perezoso
descansaba en lo alto, como muñeco de trapo mojado de alcohol; nosotros nos
íbamos adentrando a un mundo en donde las lianas caían como pelos despiadados
dando movimiento a unos monos que tropezaban entre las mismas en búsqueda del
alimento deseado. Nosotros alzábamos nuestro brazo con fruta en mano esperando
su respuesta, mientras cubríamos nuestro miedo con machetes que escondían
nuestra propia ignorancia por el desconocimiento del hábitat que pisábamos.
Era uno de esos momentos en que
te das cuenta de la inseguridad humana; del miedo a conocer algo nuevo, del
miedo a la incertidumbre, del miedo a perder la rutina y sentirnos
desorientados, del miedo al cambio…así que mientras extendíamos un brazo de
confianza abierto a conocer guardábamos el otro con puño afilado, el cual respondía
muchas veces inútilmente anulando un pensamiento genuino.
Tras aquel intercambio de
necesidades entre los monos y nosotros, caracterizado por la falta de comida en
unos y de cariño en otros, nos seguimos adentrando a la selva.
Por el camino se cruzaron; peludas
tarántulas, sapos en búsqueda de príncipes azules, ratones silvestres,
mariposas de colores envidiables, pájaros que extendían su plumaje coquetamente
y todo tipo de insectos desaliñados que aceleraban nuestro paso por aquel
laberinto de frondosos verdes y pequeños barrizales.
Tras desestimar la búsqueda del
jaguar, pues la aguas estaban muy crecidas y teniendo en cuenta que estaba
empezando a anochecer, tomamos de nuevo el bote y nos dirigimos a un lago, allí
en donde el caimán empezaría su recolecta de manjar entre aves y sapos
despistados
A medida que fue anocheciendo el
sonido de los grillos y las cigarras empezaron a atormentar nuestros oídos, al
momento que nuestras fosas nasales parecían bloquearse por un fuerte olor que
emergía de ese lago en donde aparte de caimanes, parecía estar colonizado por
pirañas y peces gato ansiosos de carne fresca.
De nuevo el miedo se apoderaba de
nosotros, tomando así con firmeza nuestro machete. Tal vez por el recuerdo de
las viejas leyendas que nos habían contado esa misma tarde; en donde aquellos
delfines rosas con los que nos habíamos bañado por el río Ucayali se convertían
en humanoides que te abducían al fondo del mar pasada la noche. Así que como
hijos de Stanley Kubrick y sonido real
de fondo, veíamos como se extendían nuestros guiones por nuestra ardua cabeza.
Pero finalmente llegó el momento
en que los ojos del caimán se vieron enrojecidos por nuestra fuente de luz y
tal vez fue allí cuando despertamos. Ahora
el cielo se ilumino de estrellas que se vieron reflejadas en vida por aquellos
pequeños insectos que reposaban encima de las Victorias Regias.
Fue allí en donde emprendimos
nuestro silencioso viaje de vuelta guiados por la Cruz el Sur; tal vez fue un
sueño, una realidad o la Ayahuasca, todo depende de cada uno…pero la verdad es
que todo lo llevamos dentro, sólo falta abrir los ojos sin miedo, para poderlo
ver….
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