jueves, 14 de marzo de 2013


Pacaya, en la selva

Llegamos a ella esquivando aquellas ramas que danzaban al son de su propia muerte, relegándose así al paso de un agua que nutria de vida cada una de aquellas comunidades indígenas.

Ahora mientras el oso perezoso descansaba en lo alto, como muñeco de trapo mojado de alcohol; nosotros nos íbamos adentrando a un mundo en donde las lianas caían como pelos despiadados dando movimiento a unos monos que tropezaban entre las mismas en búsqueda del alimento deseado. Nosotros alzábamos nuestro brazo con fruta en mano esperando su respuesta, mientras cubríamos nuestro miedo con machetes que escondían nuestra propia ignorancia por el desconocimiento del hábitat que pisábamos.

Era uno de esos momentos en que te das cuenta de la inseguridad humana; del miedo a conocer algo nuevo, del miedo a la incertidumbre, del miedo a perder la rutina y sentirnos desorientados, del miedo al cambio…así que mientras extendíamos un brazo de confianza abierto a conocer guardábamos el otro con puño afilado, el cual respondía muchas veces inútilmente anulando un pensamiento genuino.

Tras aquel intercambio de necesidades entre los monos y nosotros, caracterizado por la falta de comida en unos y de cariño en otros, nos seguimos adentrando a la selva.

Por el camino se cruzaron; peludas tarántulas, sapos en búsqueda de príncipes azules, ratones silvestres, mariposas de colores envidiables, pájaros que extendían su plumaje coquetamente y todo tipo de insectos desaliñados que aceleraban nuestro paso por aquel laberinto de frondosos verdes y pequeños barrizales.

Tras desestimar la búsqueda del jaguar, pues la aguas estaban muy crecidas y teniendo en cuenta que estaba empezando a anochecer, tomamos de nuevo el bote y nos dirigimos a un lago, allí en donde el caimán empezaría su recolecta de manjar entre aves y sapos despistados

A medida que fue anocheciendo el sonido de los grillos y las cigarras empezaron a atormentar nuestros oídos, al momento que nuestras fosas nasales parecían bloquearse por un fuerte olor que emergía de ese lago en donde aparte de caimanes, parecía estar colonizado por pirañas y peces gato ansiosos de carne fresca.

De nuevo el miedo se apoderaba de nosotros, tomando así con firmeza nuestro machete. Tal vez por el recuerdo de las viejas leyendas que nos habían contado esa misma tarde; en donde aquellos delfines rosas con los que nos habíamos bañado por el río Ucayali se convertían en humanoides que te abducían al fondo del mar pasada la noche. Así que como hijos de Stanley Kubrick  y sonido real de fondo, veíamos como se extendían nuestros guiones por nuestra ardua cabeza.

Pero finalmente llegó el momento en que los ojos del caimán se vieron enrojecidos por nuestra fuente de luz y tal vez fue allí cuando despertamos.  Ahora el cielo se ilumino de estrellas que se vieron reflejadas en vida por aquellos pequeños insectos que reposaban encima de las Victorias Regias.

Fue allí en donde emprendimos nuestro silencioso viaje de vuelta guiados por la Cruz el Sur; tal vez fue un sueño, una realidad o la Ayahuasca, todo depende de cada uno…pero la verdad es que todo lo llevamos dentro, sólo falta abrir los ojos sin miedo, para poderlo ver….
 

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