Andando
por Vancouver
Como era
de costumbre en las nuevas ciudades que llegaba, me decidí a lanzarme a sus
calles con el termo bien cargado de té caliente para afrontar una nueva
caminata allí donde las piernas de los transeúntes me llevaran.
Tras
cruzar ese Camdie Bridge que ocupaba agua por ambos sitios y que servía de
autopista marítima para aquellos que con gritos tiraban una y otra vez de sus
remos de madera, me fui acercando al Downtown. Allí me quede sorprendido por
aquellos edificios de cristal que se levantaban frente a cada uno de nosotros
sin miedo a esconderse de nada, sin miedo a perder su intimidad por falta de
cornisa hecha despiece metálico. Pues tal vez no tenían miedo a ser vistos;
gracias a la calma que se vivía en aquellas calles en donde todo parecía pasar
desapercibido, entre cada uno de aquellos que andaban sin tan sólo apoyar las
plantas de sus pies.
Os podría
hablar del Gastown y su mítico Steam Clock que seguiría echando humo tras flash
repetitivo, de los jardines de Chinatown, de los paseos repetitivos por lo que
yo llamaría cinta costera, del subir y bajar de los hidroaviones, de la
comercial con aire ambiguo Granville o de esa calle que me traslado a la España
de los 80, donde tristemente se murieron más jóvenes que en cualquier guerra.
Sí, el marrón de ganar peso el dicho de que a “caballo” regalado vigila no este
cortado; una escena que me llevaba tristemente a un Walking Dead, al momento que
iba esquivando aquellos que habían perdido la cabeza con la heroína tras
intentar recapitular las hostias que le había dado el puta vida.
Pero para
mí Vancouver fue Stanley Park con olvido tal vez de Tótems, de esa Robson
Square en donde descansaba la Art Gallery capitaneada por ese Gumhead de
Douglas Copeland y como no de ese trozo de hierba bajo el puente de Camdie; en
donde tal vez sin hacer mucho pase horas y horas sin tener que pensar que
tuviera que hacer algo.
Pero como
en todos los intentos de felicidad absoluta, siempre hay un cristal que acaba quebrando
la partida de juego. Al final de cada uno de aquellos días me daba cuenta que
los dólares canadienses desaparecían con la misma rapidez con la que la grasa se
olvidaba de mi cuerpo; con lo que tendría que abortar por el momento mi viaje a
Alaska.
Después de
informarme en varios sitios vi que eso se convertiría más en una proeza
económica que no personal; momento en que se me encendía la lucecita de acudir
a la llamada recogida de cerezas allí en el valle de Okanagan, convirtiéndome
así en uno de esos pickers llamados a hacer temporada para poder saldar su vida
para el resto del año.
Pero antes
de anticipar acontecimientos, siempre aparecía por suerte el momento de
desconectar en ese cruce de caminos que aparecía a diario en mi pensamiento.
Hoy tocaba gozar al aire libre del Vancouver Jazz festival; sinceramente echaba
de menos escuchar buena música sin tener que pensar en qué momento tendría que
levantar la aguja para dar la vuelta a esa vida hecha circunferencia plana de
surcos.
Ahora que
se acaba el segundo concierto, me sigo pasando por ese stand que entrega
muestras de arroz, no tenía mucha vestimenta para poder disimular una y otra
vez mi aspecto; pero al final cayeron unos cuantos saquitos con los que pasar
los próximos días.
De nuevo
la música habría puertas y estómago, al momento que aparcaba mi mente.
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