jueves, 26 de junio de 2014

Andando por Vancouver

Como era de costumbre en las nuevas ciudades que llegaba, me decidí a lanzarme a sus calles con el termo bien cargado de té caliente para afrontar una nueva caminata allí donde las piernas de los transeúntes me llevaran.

Tras cruzar ese Camdie Bridge que ocupaba agua por ambos sitios y que servía de autopista marítima para aquellos que con gritos tiraban una y otra vez de sus remos de madera, me fui acercando al Downtown. Allí me quede sorprendido por aquellos edificios de cristal que se levantaban frente a cada uno de nosotros sin miedo a esconderse de nada, sin miedo a perder su intimidad por falta de cornisa hecha despiece metálico. Pues tal vez no tenían miedo a ser vistos; gracias a la calma que se vivía en aquellas calles en donde todo parecía pasar desapercibido, entre cada uno de aquellos que andaban sin tan sólo apoyar las plantas de sus pies.

Os podría hablar del Gastown y su mítico Steam Clock que seguiría echando humo tras flash repetitivo, de los jardines de Chinatown, de los paseos repetitivos por lo que yo llamaría cinta costera, del subir y bajar de los hidroaviones, de la comercial con aire ambiguo Granville o de esa calle que me traslado a la España de los 80, donde tristemente se murieron más jóvenes que en cualquier guerra. Sí, el marrón de ganar peso el dicho de que a “caballo” regalado vigila no este cortado; una escena que me llevaba  tristemente a un Walking Dead, al momento que iba esquivando aquellos que habían perdido la cabeza con la heroína tras intentar recapitular las hostias que le había dado el puta vida.

Pero para mí Vancouver fue Stanley Park con olvido tal vez de Tótems, de esa Robson Square en donde descansaba la Art Gallery capitaneada por ese Gumhead de Douglas Copeland y como no de ese trozo de hierba bajo el puente de Camdie; en donde tal vez sin hacer mucho pase horas y horas sin tener que pensar que tuviera que hacer algo.

Pero como en todos los intentos de felicidad absoluta, siempre hay un cristal que acaba quebrando la partida de juego. Al final de cada uno de aquellos días me daba cuenta que los dólares canadienses desaparecían con la misma rapidez con la que la grasa se olvidaba de mi cuerpo; con lo que tendría que abortar por el momento mi viaje a Alaska.

Después de informarme en varios sitios vi que eso se convertiría más en una proeza económica que no personal; momento en que se me encendía la lucecita de acudir a la llamada recogida de cerezas allí en el valle de Okanagan, convirtiéndome así en uno de esos pickers llamados a hacer temporada para poder saldar su vida para el resto del año.

Pero antes de anticipar acontecimientos, siempre aparecía por suerte el momento de desconectar en ese cruce de caminos que aparecía a diario en mi pensamiento. Hoy tocaba gozar al aire libre del Vancouver Jazz festival; sinceramente echaba de menos escuchar buena música sin tener que pensar en qué momento tendría que levantar la aguja para dar la vuelta a esa vida hecha circunferencia plana de surcos.


Ahora que se acaba el segundo concierto, me sigo pasando por ese stand que entrega muestras de arroz, no tenía mucha vestimenta para poder disimular una y otra vez mi aspecto; pero al final cayeron unos cuantos saquitos con los que pasar los próximos días.

De nuevo la música habría puertas y estómago, al momento que aparcaba mi mente.



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