martes, 24 de junio de 2014

En las montañas de Squamish

Cuando miro hacia arriba veo árboles tapizados de hierba que se elevan hasta el cielo mientras se cubren de luces que se alimentan de generadores.

Cuando bajo la mirada veo pasar pijamas, americanas entalladas, pantalones de colores, patas de elefante, bigotes y cabelleras postizas, gorras de capitán con barco alejado, lentes desorbitadas, disfraces de animales de algodón  y todo aquello que pueda brillar en una noche que parece que nunca podrá hacer las paces con el día.

Veo también niños con oídos tapiados de azules circunferencias, padres de familia, tal vez padres con familias olvidadas e incluso aquellos que nunca pensaron en ser padres u olvidaron quien eran.

Al final nunca supe si era la noche más corta o más larga del año, pero nunca dejo de ser un día; tal vez no uno cualquiera a pesar de que el mismo tuviera claridad y oscuridad, pues según parece había que celebrar la llegada del verano, allí en esas montañas cerca de Vancouver.

Algunos le llamarían “rave”, yo lo que alcancé a ver fue un conjunto de tiendas de campaña que se alcanzaban entre ellas para poder compartir comida entre presentaciones continuas que dejaban de ser anónimas; eso sí, al son de unas bocinas que no tenían hora de descanso y que parecían ser el principal nexo de unión.

Era como un mosaico pintoresco  de personas que se comunicaban bajo una lengua que no era la mía. Yo iba deambulando entre cada una de esas luces entre sonrisas que disimulaban mi falta de entendimiento al momento que intentaba dar forma a mi persona como si de una nueva pieza se tratara.

La verdad que no era fácil, pues a pesar de la simpatía y buen ofrecimiento de cada uno de aquellos que me acompañaban, más de una vez no me quedaba otra que coger una nueva copa de vino que hiciera más ancho mi camino; pues a veces me quedaba atrapado, como cuando me deslizaba por ese tobogán inventado que acompañaba la mesa del dj.

Empezaba a entender que esa nueva experiencia de cambio de destino no sería fácil, pero gracias a ello la hacía más interesante como nuevo reto a alcanzar. Ya no era cuestión de desempolvar o no un vocabulario tal vez demasiado olvidado, sino que tenía que empezar a medir la entonación de esas frases ajenas de mi lenguaje familiar para que no sonaran como un borde unísono.

Así que a pesar de mi “esfuerzo” siempre llegaba ese momento en que mi cabeza parecía que fuese a explotar, era cuando me acostaba sin ganas de dormir o acudía a intercambiar unas palabras con quien me acogía durante esos días en su casa y que según parece bien me entendía por haber pasado por los mismos unos años atrás.


Pero tranquilos estaba feliz de empezar esta historia en ese patchwork de culturas llamada Canadá; pues según parece la misma estaba acostumbrada a encontrarse con personajes nacidos a bastos quilómetros de allí, así que con pantalones de colores o sin los mismos yo intentaría ser uno de ellos.



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