En las
montañas de Squamish
Cuando
miro hacia arriba veo árboles tapizados de hierba que se elevan hasta el cielo mientras
se cubren de luces que se alimentan de generadores.
Cuando
bajo la mirada veo pasar pijamas, americanas entalladas, pantalones de colores,
patas de elefante, bigotes y cabelleras postizas, gorras de capitán con barco
alejado, lentes desorbitadas, disfraces de animales de algodón y todo aquello que pueda brillar en una noche
que parece que nunca podrá hacer las paces con el día.
Veo también
niños con oídos tapiados de azules circunferencias, padres de familia, tal vez
padres con familias olvidadas e incluso aquellos que nunca pensaron en ser
padres u olvidaron quien eran.
Al final
nunca supe si era la noche más corta o más larga del año, pero nunca dejo de
ser un día; tal vez no uno cualquiera a pesar de que el mismo tuviera claridad y
oscuridad, pues según parece había que celebrar la llegada del verano, allí en
esas montañas cerca de Vancouver.
Algunos le
llamarían “rave”, yo lo que alcancé a ver fue un conjunto de tiendas de campaña
que se alcanzaban entre ellas para poder compartir comida entre presentaciones
continuas que dejaban de ser anónimas; eso sí, al son de unas bocinas que no
tenían hora de descanso y que parecían ser el principal nexo de unión.
Era como un
mosaico pintoresco de personas que se
comunicaban bajo una lengua que no era la mía. Yo iba deambulando entre cada
una de esas luces entre sonrisas que disimulaban mi falta de entendimiento al
momento que intentaba dar forma a mi persona como si de una nueva pieza se
tratara.
La verdad
que no era fácil, pues a pesar de la simpatía y buen ofrecimiento de cada uno
de aquellos que me acompañaban, más de una vez no me quedaba otra que coger una
nueva copa de vino que hiciera más ancho mi camino; pues a veces me quedaba
atrapado, como cuando me deslizaba por ese tobogán inventado que acompañaba la
mesa del dj.
Empezaba a
entender que esa nueva experiencia de cambio de destino no sería fácil, pero
gracias a ello la hacía más interesante como nuevo reto a alcanzar. Ya no era
cuestión de desempolvar o no un vocabulario tal vez demasiado olvidado, sino
que tenía que empezar a medir la entonación de esas frases ajenas de mi
lenguaje familiar para que no sonaran como un borde unísono.
Así que a
pesar de mi “esfuerzo” siempre llegaba ese momento en que mi cabeza parecía que
fuese a explotar, era cuando me acostaba sin ganas de dormir o acudía a
intercambiar unas palabras con quien me acogía durante esos días en su casa y
que según parece bien me entendía por haber pasado por los mismos unos años
atrás.
Pero
tranquilos estaba feliz de empezar esta historia en ese patchwork de culturas
llamada Canadá; pues según parece la misma estaba acostumbrada a encontrarse
con personajes nacidos a bastos quilómetros de allí, así que con pantalones de
colores o sin los mismos yo intentaría ser uno de ellos.
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